jueves, 3 de noviembre de 2011

¡Qué pringao!

Un día de hace muchos, muchos años, a la salida del colegio, me paré en un kiosko (de piedra) para comprar unos sobres de cromos. Es extraño que yo dispusiera de liquidez para gasto corriente, así que seguro que le habría hecho algún recado a mi madre aplicándole una comisión que ella había pagado sin enterarse (la banca y yo somos así, señora).

- ¿Me da dos sobres de cromos de fútbol?

¡Dos sobres!. Si es que puestos a invertir había que hacerlo a lo grande, nada de miserias. Con la ansiedad y las prisas propias de la edad abrí el primer sobre y tiré el envoltorio al suelo para ver rápidamente con qué futbolistas me había obsequiado la suerte.

- ¡¡BIEN!!, solo uno repe.

Guardé los cromos y me centré en el segundo sobre. Comenzaba a rasgar el papel cuando ví que un señor con sombrero y bastón se acercaba mirándome fíjamente a la cara. Llegó a mi altura, se agachó, cogió el arrugado sobre que yo había dejado caer al suelo y lo tiró en la papelera que había al lado del kiosko. Giró ligeramente la cara hacia mí, medio sonrió y se fue, dejándome ojiplático, patidifuso y tan sin saber que hacer que sólo acerté a guardar el sobre medio abierto en el bolso del pantalón e irme corriendo a casa, disimulando así el rojo de la vergüenza con el sofoco de la carrera. Eso sí, la silenciosa lección no se me ha olvidado. Jamás tiro un papel en la calle, si no hay papelera lo meto en el bolsillo y lo tiro en casa.

Pasaron los años, muchos, y un día caminando por la calle ví salir a dos críos de un kiosko (ya no de piedra) con sus sobres de cromos en las manos. Igual que hice yo abrieron los sobres, dejaron caer los envoltorios al suelo y se pusieron a comentar los que tenían y los que no.

- Ésta es la mía, ya verás qué corte les voy a dar.

Me acerqué a ellos, me agaché a su lado, recogí los papeles y los tiré a una papelera cercana. Me giré y los miré para saborear el éxito de mi conducta ejemplarizante y ver cómo se encogían de vergüernza. Ellos me miraron, se miraron, se giraron y se fueron caminando tranquilamente mientras uno le decía al otro entre risas.

- ¿Viste tío?, ¡Qué pringao!




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